Impostores profesionales



Por Por Antonio Muñoz Molina

La vida de los agentes secretos resulta fascinante porque son la personificación de la mejor novela policiaca. Uno de sus cometidos es inventarse un personaje, pero la representación vitalicia de ese papel ha llevado a muchos a la marginación o la muerte. Por Antonio Muñoz Molina Nos gustan tanto los espías porque son los personajes literarios perfectos, a la manera en la que los libros policiales son la perfección de la novela como modelo narrativo. El último secreto de un texto policial es la muerte, que es también el enigma máximo de la vida humana. El espía es el hombre que vive escondido y camuflado entre los otros, que finge ser quien no es, que tiene su existencia dividida en dos mitades exactas, una iluminada y la otra en sombra; la mitad iluminada hecha de mentira, la mitad en sombra oculta la verdad de sí mismo. ¿Hay un personaje que resuma mejor el estado de ánimo de cualquiera, el recelo de casi todo el mundo a la hora de mostrarse a los otros, la sensación que nos domina con mayor o menor frecuencia en la vida, la de ser impostores que se encuentran fuera de lugar y temen ser descubiertos y expulsados, sometidos a la vergüenza y quizás también al castigo? En algunos casos, el espía ha sumado una doble clandestinidad, se ha escondido de una doble amenaza. Sir Anthony Blunt –a quien le quitaron el título cuando se hizo pública su ignominia– se pasó gran parte de la vida disimulando no sólo su oficio de agente secreto al servicio de la Unión Soviética, sino también su condición de homosexual. El espía inventa una vida, una novela en la que él mismo es el personaje principal, que también tiene un nombre inventado. Pero si pasa muchos años ejerciendo su tarea, manteniendo su simulación, puede ocurrirle que ni él mismo acabe separándola ya de la verdad, de modo que cuando se mire al espejo en la soledad de su cuarto de baño ya no vea la identidad verdadera, sino la fingida que se ofrece a los otros. Al espía también le concedemos el prestigio de quien sabe más que los demás. En el fondo, se nos aparece como un brujo o como un adivino que ha llevado a cabo esa tarea inmemorial de los personajes de los cuentos y los mitos: la de haber visitado lugares inaccesibles, en los que le ha sido revelada una profunda verdad que casi nadie conoce.
La stripper Christine Keeler hundió la carrera de un ministro británico al descubrirse que también era amante del jefe de los espías soviéticos en Londres. Como, casi siempre, nos ciega la literatura; los relatos de espías inventados y los de los agentes verdaderos engrandecidos por el instinto poético de quienes han contado sus historias, sobre todo en los libros y en el cine. Uno de los pocos personajes femeninos abiertamente sensuales del muy circunspecto Arthur Conan Doyle es una espía al servicio del káiser, la pérfida Irene Adler, que es también la única mujer que llega a confundir y a trastornar al frígido Sherlock Holmes. Irene Adler es la pionera literaria de un modelo de espía femenina que se convertirá luego en la vampiresa devoradora de hombres de las películas. Su encarnación más plena es el reiterado personaje de perdida y traicionera que interpretó tantas veces Marlene Dietrich: una mujer moderna, fumadora, de pasado tan turbio como sus inclinaciones indumentarias y eróticas. Si el agente es el infiltrado y el simulador, el que no se ajusta a las identidades obligatorias de los otros, la mujer espía representa el grado extremo de esa rareza, de ese peligro que se desprende de su capacidad de seducir y engañar. Algunos años antes de las vampiresas del cine mudo y de la espía inmolada Mata Hari, el modelo había nacido en la pintura, en el teatro y hasta en la ópera simbolista: es la Salomé de la obra teatral de Oscar Wilde y de la ópera de Richard Strauss, así como el de tantos cuadros en los que se repite su erotismo de bailarina exótica y de sanguinaria mujer sin corazón. Como la Salomé de Wilde y de Strauss, Mata Hari atraía y manipulaba a los hombres con sus artes de bailarina impúdica, y muchas veces concluyó triunfalmente desnuda la danza de los Siete Velos, a la que ella agregaba el exotismo de un ficticio Extremo Oriente. También como Salomé, Mata Hari era un personaje en gran parte de ficción, porque ni era quien decía ser ni hay constancia verdadera de que actuase efectivamente como espía. Los franceses la fusilaron en 1917 por haber pasado información secreta al Estado Mayor alemán, pero hay indicios de que, en algún momento, tuvo intenciones de pasar al Gobierno galo informaciones igualmente secretas, que a su vez habría conseguido seduciendo a oficiales germanos. Es curioso cómo los arquetipos perduran y continúan repitiéndose al cabo de muchos años. En los sesenta, otra bailarina tentadora, Christine Keeler –que ya no usaba los velos pseudorientales del erotismo de principios de siglo, sino las crudas luces de los espectáculos de striptease– hundió célebremente la carrera de un ministro británico cuando se descubrió que, además de acostarse con él, era la amante del jefe de los espías soviéticos en Londres. En las fotos, Christine Keeler tiene una belleza angulosa y delgada de los años sesenta; los pómulos altos, los ojos rasgados, la boca entreabierta. En el fondo, es la misma vampiresa antigua que atrae a los hombres y les busca la ruina, como la Marlene Dietrich de mirada oblicua y pelo deslumbrado por un foco de cine en blanco y negro, que sonríe con fría perfidia tras la niebla del humo de su fiel cigarrillo. Tanta literatura parece que no tenía mucha base real. Las habilidades para el espionaje de Mata Hari son casi tan dudosas como la traición del pobre capitán Dreyfus, que fue falsamente acusado de espiar para los alemanes, expulsado con deshonor del ejército francés, enviado al penal inmundo de la Isla del Diablo y convertido en el emblema de toda la vileza. Pero el capitán Dreyfus no era culpable de otra cosa que de ser judío. Los espías han sido, con mucha frecuencia, espectros originados por el miedo mismo a otros agentes, por la xenofobia, que elige como chivos expiatorios a los que tienen alguna diferencia, a los que por algún motivo, casi siempre involuntario, no se ajustan a la unanimidad de la manada. Rumores sobre espías extranjeros circulaban por Europa en los tiempos de imbecilidad febril que precedieron al estallido de la I Guerra Mundial, y fue entonces cuando vio la luz el género de las novelas de espías en la literatura británica, en la mediocre y también en la mejor. Joseph Conrad publicó El Agente Secreto (1907) y, por esos mismos años, John Buchan creó un héroe de mucho éxito que anticipaba la agudeza y la velocidad aventurera del futuro James Bond, pero que nosotros sólo recordamos por la adaptación que hizo Hitchcock de su novela más célebre, Los 39 escalones (1935), cuando ya empezaba a prepararse en Europa otra guerra igual de insensata pero todavía más exterminadora.
Después de años atrapado en una doble vida es posible que, tras ser detenido, Richard Sorge se sintiera aliviado por no tener que fingir más.
En realidad, según los expertos, la ineptitud de los servicios de espionaje pudo haber tenido cierta influencia en el estallido de la I Guerra Mundial. Ninguno de ellos informó a su gobierno de la única evidencia que hubiera sido decisiva: que los otros países no tenían la intención de atacar. Queriendo adelantarse a ataques inminentes que no se habrían producido, los gobiernos europeos se lanzaron a alistamientos masivos y proclamas guerreras que provocaron letales reacciones en cadena y concluyeron en un cataclismo no previsto por nadie. Con mucha frecuencia los espías, de modo semejante a los críticos literarios, ven lo que no existe y sin embargo no reparan en lo que tienen delante de los ojos. Decenas de millares de espías occidentales no fueron capaces de predecir el colapso irreparable de la Unión Soviética y la desintegración del comunismo a lo largo de Europa Oriental. A principios de enero de 1979, se calcula que había unos trescientos agentes en las oficinas de la CIA en Teherán: ninguno de ellos advirtió que el Shah estaba a punto de caer y es que ninguno hablaba farsi, la lengua del país. A veces, un espía se juega la vida para descubrir algo y su hallazgo no sirve de nada, y a él lo descubren y lo condenan a muerte, y su sacrificio resulta tan vano como su coraje y su astucia, como la obra maestra de un escritor a la que nadie hace caso. Héroe de guerra y doctor en Ciencias Políticas por la Universidad de Hamburgo, Richard Sorge –que había militado en las filas comunistas alemanas desde 1919– aceptó en 1933 el extraño destino de afiliarse al partido nazi y tuvo tanto éxito en su simulación que, al poco tiempo, era el periodista predilecto de Hitler y Goebbels. Cuando trabajaba de corresponsal en Tokio para la prensa nazi, se convirtió en consejero del embajador de Alemania. El 17 de mayo de 1941 envió un informe a Stalin, avisándole de que un mes más tarde, el 20 de junio, 170 divisiones alemanas atacarían la Unión Soviética. La invasión se produjo no el 20 sino el 22 de junio, pero a Stalin no le persuadió la claridad de aquellos informes y no les hizo ningún caso. En octubre, Sorge fue detenido y fusilado en Tokio. Quizás murió con la melancolía de que su trabajo hubiera sido en vano; quizás, cuando lo detuvieron, sintió el alivio de no tener que fingir nunca más, después de tantos años atrapado en un doble vida, en un personaje que le parecería repugnante. De pronto, cuando se enfrentara al pelotón de fusilamiento, sentiría la felicidad y la extrañeza de ser de nuevo él mismo. Richard Sorge interpretó su personaje de galán nazi en las recepciones diplomáticas de Tokio, en las fiestas presididas por banderas con esvásticas en la embajada alemana, rodeado de monstruos de uniforme y mujeres vestidas con trajes de noche que, al final de la velada, endurecerían los rasgos y alzarían el brazo derecho en un saludo fanático mientras sonaba el himno de la patria. Anthony Blunt, graduado en Cambridge, especialista en Historia del Arte –en la arquitectura de la Roma barroca y en la pintura de Poussin– había trabajado para los soviéticos desde sus tiempos en la universidad, igual que su amigo Kim Philby, y en 1945 ingresó en Buckingham Palace como supervisor de las colecciones reales. Era alto y flaco, con una cara triste de caballo y una propensión peligrosa a gesticular en exceso. Con los años, se habrían desdibujado sus lealtades comunistas: fingía que era un cortesano devoto de la reina y que la única tarea a la que consagraba la vida era el estudio erudito de los cuadros de Poussin. Viendo sus fotos, estoy seguro de que esa ficción se fue convirtiendo poco a poco en la única verdad de su vida. Poussin le importaba mucho más que el comunismo y que la Unión Soviética y la consideración afectuosa con que lo distinguía la reina probablemente le conmovía más que el agradecimiento de sus remotos jefes del Kremlin. Se acostumbraría a imaginar que, para salvarse del pasado, le bastaría un cierto disimulo, como para eludir que se hiciera pública su homosexualidad. Kim Philby ya había huido a Moscú pero él prefirió quedarse, creyendo quizás que se volvería poco a poco invisible. Al final, no hubo misericordia con él. En sus últimas fotos, aniquilado por el escándalo, tiene una cara trágica, la quijada y las manos de muerto. Lo despojaron del título de sir, igual que a Dreyfus le arrancaron sus insignias, y los cuatro años que tardó en morir fueron los de un espectro desalojado de la vida. Ningún destino de espía literario es más triste que el suyo. ¿Distraería su soledad de apestado escribiendo estudios sobre Poussin que nadie querría publicar y nadie iba a leer? Sabemos que Philby, en Moscú, distraía la suya leyendo novelas baratas de espionaje.